Había una vez un niño que no se atrevía a montar en bicicleta. Sus compañeros de clase organizaban competiciones, pero el niño no podía participar porque no se atrevía a montar en bici. Los demás lo sabían y se burlaban de él. "¡Pobre niño tonto!" decían.
Todas las tardes volvía a casa llorando, con una nueva herida en el corazón. Su madre trataba de consolarle y hacerle comprender que no pasaba nada, que él haría otras cosas, que podría participar en más competiciones.
Cuando el niño se quedaba dormido la madre se quedaba llorando a solas toda la noche, un llanto en silencio para no despertar a su hijo. Y le pedía a Dios que le ayudase, que mandase fuerza a su hijo. Pedía que su vida volviese a la normalidad.
Día tras día el niño sufría los insultos de los demás, su corazón se iba deshaciendo en pedazos de tristeza. Su madre le consolaba todas las noches y le convencía para que al día siguiente fuese a clase y diese una nueva oportunidad a sus compañeros. "Ya se les pasará" decía ella deseándolo con todo su corazón.
Llegaron los días de lluvia, y los niños ya no montaban en bicicleta, se quedaban en casa mirando por la ventana las nubes grises cargadas de agua y esperando a que dejase de llover.
La madre del niño pudo dormir tranquila los días de lluvia porque su hijo no volvía llorando a casa, nadie se reía de él por no saber montar en bicicleta. Aquellas gotas de agua que caían del cielo para él eran su salvación. Los días de lluvia salía a la calle y saltaba sobre los charcos, corría, sonreía... se sentía el niño más feliz del mundo.
Pasaron los años y los niños se hicieron mayores, dejaron atrás sus bicicletas, sus competiciones y sus burlas. Seguían quedándose en casa los días de lluvia. Pero nuestro niño, ya no tan niño, seguía sin atreverse a montar en bicicleta. Y aprovechaba los días de lluvia para salir, mojarse con las gotas y corría por la calle sintiéndose libre y seguro de si mismo.
Quizás si alguien le hubiese preguntado en vez de burlarse...
Años atrás, el niño quería aprender a montar en bicicleta, así que su padre se ofreció a enseñarle. Pasaron días de caídas, moratones, heridas,... Hasta que llegó el gran día en el que su padre no le agarró de la bici y el niño empezó a pedalear sin ayuda. ¡Conseguido!, su alegría era tal que sentía que se le salía el corazón del pecho. Al girarse para mirar a su padre vio algo que nunca podría olvidar desde entonces. Su padre estaba animándole, jaleándole con tanta intensidad que no vio llegar al coche. Un frenazo brusco. Su padre tendido en el suelo. Sangraba. No se podía hacer nada por él.
Desde entonces el niño cogió miedo a la bicicleta y no se atrevía a montar. Se sintió culpable de la muerte de su padre. Rompió su bicicleta y decidió que no volvería a montar jamás.
Pero nadie le preguntó nunca por qué no se atrevía a montar en bicicleta...
Uf!!! que bonito, y que duro a la vez....
ResponderEliminarUn besote